29 de octubre de 2016

El arte de seguir decorando en Halloween

Nota introductoria:  Aunque este texto puede leerse de manera independiente, la anterior y primera aparición de Jonás, en la que desvelo su profesión y la fascinación que produjo en su vecindario con un objeto decorativo muy particular, tuvo lugar en el relato " El arte de decorar en Halloween "  (para leerlo, clickad en el título). Texto Dicho fue publicado para el Halloween de 2015, y esta continuación lo es para el de 2016. Espero que os gusten.



El arte de seguir decorando en Halloween

Había transcurrido medio año desde que Jonás, el taxidermista, sorprendiera a todos sus vecinos mostrando una auténtica calavera en su decoración de Halloween. Claro está, nadie excepto él sabía la verdad, de ahí que pudiera exhibir aquel vestigio humano en el salón de su casa con total impunidad, provocando el asombro de cada visitante que admiraba lo real que parecía. También ayudóba el que nadie supiera la verdadera profesión de Jonás, que siempre había sido discreto a ese respecto.

A lo largo del tiempo que siguió a la exhibición de su calavera, el vecindario había ido olvidando poco a poco el suceso de que uno de sus vecinos desapareciera el verano pasado sin dejar rastro. Algunas personas daban por hecho que habría empezado una nueva vida a pesar de lo feliz que parecía siempre, y las menos reacias a creer eso consideraban que algo malo había pasado, pero el tiempo transcurrido desde su pérdida no ayudaba a pensar en su regreso. Jonás sabía perfectamente que aquel hombre no volvería, excepto cuando decidiera exhibir su calavera para el siguiente Halloween. Y sería un regreso simbólico y con fines decorativos.

En cualquier caso, cuando faltaban tres meses para la fecha de un nuevo Halloween, Jonás se debatía entre añadir algo nuevo y realista a su colección, o evitar cometer otro asesinato y seguir mostrando lo mismo del año anterior a sus vecinos. ¿Innovación o seguridad? Tampoco tenía por qué matar a otra persona, podía valerse de algún animal que él mismo asesinara y disecara. A fin de cuentas, había perdido la cuenta de la cantidad de piezas de caza que había convertido en otras maestras de la taxidermia desde que se dedicara a ello.

Sin embargo, no tenía nada de nuevo para él disecar otro animal más. Si hubiera guardado algo más del cuerpo de aquel vecino que asesinó… pero no, tras matarle se deshizo rápidamente de todo excepto la cabeza. Así que la pregunta anterior volvía a pulular en el interior de su sádica y perversa mente. Y su decisión final estuvo sustentada por la necesidad de guardar las apariencias un poco más de tiempo, así que optó por comprar nuevos objetos decorativos en cualquier tienda, y dejar para el próximo año la búsqueda de algo que acompañara a la calavera.

Los meses pasaron, y algunas semanas antes de la noche de Halloween, una nueva persona llegó al vecindario. Era una mujer pelirroja que rondaba la treintena, y cuya sonrisa hizo que rápidamente se ganara la simpatía de todo el mundo de la zona, incluido Jonás, que coincidió varias veces con ella en el supermercado del pueblo y charlaron amistosamente. Era tan atractiva como misteriosa a pesar de esa sonrisa que mostraba transparencia y cercanía, y Jonás no podía evitar sentirse atraído por ella, aun sabiendo que él era algunos años mayor. Quizás ese aire de misterio había influido, ya que en sus conversaciones se mencionaban pocos datos de la vida privada de cada uno. Mas había averiguado que se llamaba Eloisa.

La gran noche llegó, las calles del vecindario se llenaron de risas y alegría debido a los grupos de niños que iban de un lugar a otro pidiendo caramelos, y Jonás se sintieron complacido de ver desde su ventana que Eloisa también invitaba a todo el mundo a visitar su casa. Seguramente la había decorado para la ocasión, y eso era un síntoma de su deseo de integrarse en aquel lugar. Jonás no iba a desaprovechar la oportunidad de pasar por allí para curiosear, pero lo haría al final de la noche, una vez que sus vecinos y los niños y niñas dejaran de pasar por su casa para admirar la calavera y otros objetos decorativos.

Aunque el efecto de sorpresa hubo remitido respecto al año anterior, aún había personas que se maravillaban al ver la calavera, y eso hacía que Jonás se sintiera excitado y orgulloso, ya que se había corrido la voz sobre el realismo de aquel objeto, y venían personas de otros vecindarios del pueblo para contemplarla.

El resto de cosas presentes en el salón de su casa y en el porche de entrada no es que fueran malas o poco realistas, pero a ojos de Jonás no valían nada en comparación con aquella calavera. Si incluso su última compra había sido un ataúd de verdad que había decorado con telarañas. Pero no, no era lo mismo.

Ya pensaría tranquilamente qué añadir a la colección para el año siguiente matar, en el que no pensaba optar por la seguridad de no a nadie más como en aquella ocasión. Pero ahora lo importante era seguir saboreando cada expresión de asombro que veía reflejada en las personas que iban a ver la calavera. Y con ese aire de suficiencia cerró su casa cuando dejó de ir la gente, para visitar a Eloisa.

Como era ya de madrugada, le preguntó si todavía se podía pasar al interior, y ella dijo que sí mostrando nuevamente aquella sonrisa tan inocente. Jonás pensó que no vería nada que realmente le despertara interés, pero tras acceder al salón, se sintió tan estupefacto como cada persona que había ido a ver su calavera. No podía ser, no ... era ... posible. Allí, en mitad del salón, y sobre una imitación de un altar de piedra, había… ¡un esqueleto humano!

Jonás no pudo evitar acariciar aquel esqueleto, y con cada roce de sus dedos sintió descargas de adrenalina recorriendo todo su ser. Era real. Tan real como la calavera de su casa. Aquel brillo, el tacto de cada hueso, hasta el olor, todo era como debía ser. Eloisa debió notar la emoción que embargaba a Jonás, porque le puso una mano en el hombro y le susurró al oído una pregunta que hizo que él temblara de placer: ¿Te gusta?

Y Jonás, que no quería responderle allí, le dijo a Eloisa que le siguiera, y fueron a la casa de él. Cuando ella vio la calavera, supo enseguida lo real que era, sintiendo en su interior un inmediato deseo por Jonás, que podía ser… parecía ser… el tipo de persona que ella anhelaba encontrar. Su otra mitad.

Aquella noche, ambos hicieron el amor con locura, primero en el salón de la casa de Jonás, y luego en el de ella. Horas y horas de lujuria y pecado carnal frente a sus creaciones y objetos decorativos. La vida y el deseo frente a la exhibición de la muerte. Y en cada rato de descanso que tenían en su frenesí, se fueron desvelando aspectos de su vida privada. 

Él le contó que era taxidermista y había matado a un vecino el año anterior, y ella confesó que era forense y había asesinado a un ladrón que le intentó robar hace unos meses. Las piezas del puzzle se iban ensamblando, y una peculiar y sádica pareja iniciaba su existencia como tal. Lo peor no era la unión de dos mentes oscuras y retorcidas, sino los planes que fueron trazando juntos para sorprender al vecindario en el próximo Halloween.

P.S: Si os ha gustado este relato, aquí tenéis el enlace de su continuación, acontecida en el Halloween siguiente. Se titula "El arte de una decoración conjunta en Halloween".

13 de octubre de 2016

El negocio familiar

Hay familias en las que un mismo trabajo acaba siendo el sustento de diversas generaciones. Ese hecho se había confirmado una vez más en el caso de Melvin, el último descendiente de la familia Crafter. Corría el año 1878, y Melvin se acababa de instalar en un pequeño pueblo situado cerca de Dodge City. Sólo se quedaría un año, ya que nunca sobrepasaba ese tiempo en los lugares donde vivía y trabajaba.

En lo profesional, Melvin se regía por dos grandes consejos que le había dicho su padre en repetidas ocasiones, y que a su vez éste había oído a su padre, y así con cada miembro de la generación familiar. El primer consejo decía que “Un cliente muerto nunca se queda insatisfecho”. Y era cierto, Melvin nunca había recibido una queja de su clientela desde que empezó a trabajar como enterrador y funerario desde hacía 20 años.

Si alguien hubiera interrogado a cada antepasado de Melvin dedicado al negocio, habría obtenido jugosas confesiones. Y es que trabajar lucrándose con la muerte permite ver mil y una maneras de morir, sobretodo porque en la profesión se intentan adecentar por última vez infinidad de cadáveres, cada uno llevado ante los funerarios en unas u otras condiciones. Sin contar con el hecho de que a veces los difuntos no llegaban enteros, pareciendo piezas de un rompecabezas incompleto.

Pero eso era lo maravilloso del trabajo, que nunca faltaba clientela. Y Melvin se encargaba de aplicar cada día de su vida el segundo consejo de su padre: “No te quedes expectante a una nueva aparición de la muerte, encárgate de que ello suceda. Para ganar hay que invertir”.

Es por eso que, en cada nuevo pueblo al que se trasladaba, Melvin buscaba a alguna persona que por unas monedas y un poco de alcohol, le ayudara a crear enemistades entre los habitantes, dando pie así a abundantes tiroteos y peleas a cuchillo entre cada vaquero, forajido, colono o comerciante que viviera o pasara por el pueblo. Porque lo mejor de todo, era que siempre había alguien que pagara el entierro del desgraciado que hubiera muerto. Siempre, ya fuese por culpa, caridad cristiana, o simplemente para que las calles no apestasen a carne descomponiéndose al sol.

Un año era el tiempo máximo que Melvin se podía quedar en un lugar sin que descubrieran su particular modo de conseguir clientes. Sólo cuando empezó en el gremio cometió la imprudencia de quedarse dos años en un mismo sitio, y casi le cuesta la vida cuando algunas personas se dieron cuenta de lo que pasaba.   


Pero aquí se encontraba ahora, en un nuevo pueblo con el que enriquecerse. Ya había enviado a su nuevo ayudante a realizar su cometido, y pronto disfrutaría de los mejores sonidos posibles para escuchar durante el día o la noche mientras paseaba por las calles: disparos de revólver y gritos de agonía. Qué placeres tan agradables para el oído, sobretodo porque anunciaban la captación de nuevos clientes.

¿Era inmoral apreciar esas cosas? No mucho más que un barbero que odiara a los que nunca se afeitaban, o un barman que detestara a la gente que pidiera un poco de agua. A Melvin no le servían las personas vivas, y tenía que mirar por su negocio, por el negocio familiar. Por eso se frotó las manos cuando empezaron a llegarle cuerpos con los que trabajar. Le quedaba todo un año por delante, y el futuro se antojaba maravillosamente oscuro y lleno de guadañas en acción. ¿Qué iba a hacer Melvin si le gustaba su profesión?  

9 de octubre de 2016

Asesinas de felpa: Gina

Marzo de 1987

Era de madrugada, y en la novena y última planta del psiquiátrico Clarkson, destinada a los pacientes más peligrosos, acababa de ser ingresada una mujer llamada Meredith. Se encontraba allí a consecuencia de un doble asesinato que había cometido horas antes.

Por lo general, y siguiendo la rutina habitual, tendría que encontrarse en un calabozo a la espera de un juicio rápido. Pero ciertos rasgos en la conducta de Meredith habían hecho más que prudente su ingreso preventivo en el Clarkson. De ahí que la policía la llevara directamente al psiquiátrico, donde estaría internada hasta que un juez decidiera su destino.

A pesar de haber acabado con la vida de dos personas, desde el momento de su arresto se mostró extrañamente mansa, como si hubiera logrado todo lo que deseaba en la vida, y no le importara lo más mínimo el castigo a recibir. De todas formas, y como precaución, había sido llevada a la última planta del psiquiátrico en lugar de cualquier otra. Que tuviera una conducta pasiva no quitaba la posibilidad de que en algún momento eso cambiara, como tristemente habían comprobado sus dos víctimas.

Una vez que fue encerrada en una de las celdas, los policías que la habían llevado hasta allí se despidieron del guardia de seguridad y del doctor August Remprelt, que fue quien supervisó el ingreso de Meredith. Remprelt, que dirigía el Clarkson, estaba deseoso de interrogar a la paciente, pero primero tomó la decisión de buscar a una de las enfermeras de guardia. Era necesario que se le practicara a Meredith un reconocimiento físico, y para ello lo ideal era que lo realizara alguien del mismo sexo.

Tras darle unas indicaciones y despedirse momentáneamente del guarda de seguridad, Remprelt se subió al elevador, y pulsó el botón de la planta principal, donde encontraría a gran parte del personal sanitario de guardia. Después de hablar con una de las enfermeras y explicarle lo que debía hacer, ambos cogieron el elevador para volver a la novena planta. La enfermera entró en la celda, y Remprelt y el guardia se quedaron fuera, preparados para actuar con rapidez por si la paciente se descontrolaba.

Algunos minutos después, la enfermera salió de la celda totalmente pálida y temblorosa, y le dijo a Remprelt que la paciente parecía estar físicamente bien. Sin embargo, añadió también que tenía un enorme tatuaje que iba desde el cuello hasta la cintura. El dibujo era el de una muñeca de felpa. Lo extraño era…que en un primer vistazo, el rostro de la muñeca parecía sombrío, pero algunos segundos después…mostraba una sonrisa. Una diabólica sonrisa. La enfermera le dijo a Remprelt que debían ser imaginaciones suyas, producto del cansancio que llevaba acumulado. Remprelt intentó calmar a la enfermera, y le dijo que se marchara a casa a descansar.

Una vez que se quedó a solas con el guardia, le ordenó que nadie entrara en la celda, ya que iba a hablar con ella, y quizás tuviera que hipnotizarla si no cooperaba. El doctor tenía una creciente reputación en el campo de la hipnosis, y todos los empleados del Clarkson sabían que su director podía obtener respuestas donde cualquier otro no las lograría. Así que en las sesiones de hipnosis nadie se atrevía a distraer a Remprelt. Una vez que el doctor accedió a la celda, el guardia se puso frente a la puerta para evitar cualquier acceso desde el exterior.

Cuando Remprelt vio de nuevo a Meredith, sintió un enorme deseo de ver el tatuaje de la muñeca de felpa que le había mencionado la enfermera, pero verlo implicaba desnudar a la paciente. Y Remprelt sería muchas cosas, pero era respetuoso con esa pequeña parcela de dignidad e intimidad de las personas, así que se olvidó de ver el tatuaje por mucho que quisiera. Pronto reparó en que la paciente seguía sumida en ese estado de indiferencia con el entorno. Estaba tumbada en posición fetal en el suelo, y aunque tenía los ojos abiertos, miraba al vacío. El doctor decidió entrar en acción:

- Hola Meredith, soy el doctor August Remprelt. ¿Cómo te encuentras?

Pasaron varios minutos sin que hubiera otra cosa que silencio. Aun así, no había que tirar la toalla. No al menos en los compases iniciales.

- ¿Me oyes Meredith? ¿Sabes dónde estás y por qué estás aquí? ¿Qué pasó en la casa de Edward Bartson? ¿Por qué le mataste a él y a su novia?

Nuevo silencio en la celda. Ella no iba a poner las cosas fáciles. Quizás ni la hipnosis la hiciera hablar, porque su mente podía estar en cualquier lugar menos allí, pero para Remprelt era el único camino que le quedaba. Al menos era el único si quería obtener progresos en aquel momento. También podía llevarla a una de las salas del sótano, pero Remprelt no la consideraba como posible paciente para su proyecto.

No había nada que perder, así que Remprelt cogió su péndulo, el cual llevaba siempre encima, y empezó a hacerlo oscilar en el campo de visión de ella. Había una regla que Remprelt llevaba siempre a cabo, y es que hipnotizar a una persona no era igual que hacerlo con otra distinta. Es por eso que no se podía seguir una idéntica estructura ni repetir las mismas frases. A veces servían para más de una persona, pero no era recomendable. Así que Remprelt se aclaró la garganta, y tras pensarlo unos segundos, sumó su voz al movimiento del péndulo:

- Escúchame Meredith, soy el doctor August Remprelt. Mi voz será lo único importante para ti. Harás lo que yo te pida, y responderás todas mis preguntas. Cierra los ojos y obedece mis instrucciones.
- A medida que el péndulo seguía su balanceo, Meredith cerró los ojos, haciendo caso al doctor. Éste, tras sonreír con satisfacción, continuó la sesión:
- Quiero que te incorpores Meredith, levántate.

Ella hizo lo que se le había ordenado, y la hipnosis siguió:

- Estás en una celda porque has hecho algo malo. ¿Lo recuerdas? Responde.
- Sí- por primera vez desde que fue internada, Meredith habló-, lo recuerdo.
- Quiero que me cuentes todo lo que ocurrió en casa de Edward Bartson. ¿Por qué le mataste? ¿Por qué mataste a su novia?
- Ella me lo ordenó.
- ¿Quién es ella?- Remprelt empezaba a sentir un creciente interés-.
- Gina. Ella ordena y yo ejecuto. Si pide sangre, sangre tiene. Si pide muerte, mato a gente.
- ¿Por qué te ordenó matar a Edward?
- Porque él sembró las semillas de su destino hace 23 años, cuando destrozó a mi muñeca Gina en el colegio.
- ¿Gina era tu muñeca? ¿Es la que llevas tatuada?- aquello empezaba a resultar raro y confuso para Remprelt.
- Sí, Gina era mi muñeca, la llevo tatuada en mi cuerpo, y desde que fue destrozada por Edward, se convirtió en mi mentora, estando presente en todos mis pensamientos y acciones. Durante 23 años, ella me ha ayudado a preparar mi venganza para acabar con Edward por lo que hizo. Me daba consejos y me educaba. Y yo sentí la necesidad de recuperar una parte de ella, por eso me la tatué. Y ella me sonríe a veces.

Ella le sonreía…en la cabeza de Remprelt reapareció la imagen de la enfermera saliendo asustada de la celda, hablando del tatuaje y su sonrisa…su perversa y diabólica sonrisa…En cada pausa de la conversación sólo se escuchaba el suave vaivén del péndulo al rasgar el aire.

- ¿Cómo llegó Gina a formar parte de ti Meredith?
- No lo sé. Hasta que Edward la rompió, nunca la había sentido como parte de mí. Pero aquel día…fue como si al tiempo que él la despedazaba, ella entrara a formar parte de mi ser. Podía oírla, podía sentirla. Me decía que no atacara a Edward, que el tiempo me daría una oportunidad de venganza. Y esta misma noche pude saciar mi sed de sangre. Su sed de sangre. Maté a Edward mientras estaba en la cocina, cortándole el cuello con un cuchillo. Y luego maté a su novia, que se estaba dando un baño. La bañera se tiñó de rojo, y entonces me sentí victoriosa.
- ¿Gina sigue aquí contigo? ¿Está con nosotros? Responde- Remprelt observó con suma curiosidad a su alrededor, para fijarse finalmente en la sonrisa que afloraba en los labios de Meredith-.
- Sí, está aquí conmigo. Con nosotros. Y le observa doctor. Le observa fascinada. Percibe que su mente está tan perturbada como la mía, y eso es fabuloso. ¿Quiere verla sonreír doctor?

En ese punto, Meredith empezaba a subirse el camisón que llevaba puesto. Remprelt no sabía qué hacer o decir. Se encontraba asimilando la información obtenida en la última parte de la conversación. Su péndulo seguía moviéndose, más por inercia que porque él continuara con el movimiento, pues sus manos se habían quedado inmóviles. Meredith se había subido el camisón a la altura del ombligo, y Remprelt podía ver las bragas que llevaba ella, pero también algo más. Estaba viendo las piernas de la muñeca. A medida que Meredith seguí con su movimiento, iba mostrando más y más partes del enorme tatuaje que tenía. Ya se veía la cintura de la muñeca, y empezaban a vislumbrarse dos coletas y la barbilla…

En el exterior de la celda, el guardia pudo escuchar la voz de Remprelt pidiendo que le dejaran salir. Parecía alterado. La puerta de la celda fue abierta y el doctor salió con rapidez. El guardia no le había visto tan nervioso hasta la fecha, y llevaba varios años trabajando con él.

Remprelt intentaba relajarse cogiendo aire y soltándolo una y otra vez. ¿De verdad había visto una sonrisa en el cuerpo de Meredith? ¿Era posible que el rostro de la muñeca, que estaba serio al principio, pasase a estar sonriente? ¿Qué demonios sucedía con aquella paciente? Quizás estaba tan empeñado en encontrar algo aterrador en aquella mujer, que sus ojos le jugaron una mala pasada. Sin embargo…todo parecía tan real…Incluso Meredith había vuelto a su estado pasivo una vez que el péndulo dejó de moverse. Todo aquello era demasiado raro, y escapaba a la comprensión de Remprelt, tan habituado a explorar el miedo en los pacientes que tenía, que escrutar el suyo propio le parecía algo demasiado lejano en el tiempo…y sobre lo que no quería volver a pensar. 

Así que, tras sentirse un poco mejor, se despidió del guardia y se subió en el elevador con la intención de ir a su despacho y descansar un poco. Si hubiera seguido en la celda con Meredith, habría observado un fenómeno curioso. Por unos instantes, y antes de que el guardia apagara la luz de la celda, la sombra de la mujer dejó de tener apariencia humana, para parecer la de una enorme muñeca de felpa. Sólo duró unos instantes, pero habrían bastado para enloquecer a cualquiera.


Nota adicional:

Este texto es mi aportación a un juego literario realizado por las personas integrantes de "La celda acolchada". Se llegó al acuerdo de que cada uno redactara un relato donde hubiera muñecas de felpa, y esta ha sido mi participación. Para leer los otros textos, os facilito aquí los enlaces y el nombre de sus autores:

1) Asesinas de felpa: Felisa   -   Por Soledad Gutiérrez
2) Asesinas de felpa: Matilda   -   Por Santiago Estenas
3) Asesinas de felpa: Queca   -   Por Ricardo Zamorano
4) Asesinas de felpa: Triplet Fragance   -   Por Edgar K. Yera
5) Asesinas de felpa: Valentina   -   Por Mendiel