19 de septiembre de 2016

El precio de un legado

Sir Daniel Childners había encendido un pequeño farol, y se preparaba para descender a la parte inferior de su castillo. Llevaba algunos días sintiendo una llamada interior que le era demasiado familiar, y consideraba que era el momento idóneo para prestarle toda su atención. A fin de cuentas, estaba llegando el momento de cumplir el ritual de cada año, y no podía ni debía hacer caso omiso. Su familia llevaba cumpliéndolo durante más de 400 años, y él debía perpetuar esa costumbre una vez más.

Uno a uno empezó a descender los peldaños de la escalera de piedra que daba al pasillo inferior. La llamada se iba haciendo más notoria a cada paso que daba, y Sir Daniel podía sentir como propia la necesidad que emanaba del lugar de emisión. Sin duda alguna, debía cumplir a la mayor brevedad con su cometido.

Cuando llegó al pasillo, levantó el farol para iluminar mejor los alrededores. Se sabía el camino de memoria, y podría haberlo realizado perfectamente a oscuras, pero les tenía un pánico ancestral a las arañas, y le era inevitable asegurarse a través de la luz que no caminara cerca de ellas. A cada metro que recorría movía el farol a izquierda y derecha, alumbrando así cada recoveco de las paredes a su alrededor.

Algunos minutos después, llegó a su destino. La pesada puerta de madera estaba cerrada, pero él siempre llevaba la llave colgada a su cuello. Nadie debía acceder nunca a aquel lugar, salvo él y las personas que debían acompañarle para el ritual. Tras quitarse la cadena de la que pendía la llave, introdujo ésta en la cerradura.

Lo primero que sintió nada más abrir la puerta, fue el frío que procedía del interior. Eso era un nuevo síntoma de que no le quedaba mucho margen de maniobra. A lo sumo uno o dos días, pero era recomendable no dilatar la espera. Esa habitación, a pesar de tener una chimenea que estaba siempre apagada, era generalmente la más cálida de todo el castillo. Pero el frío reinante allí evidenciaba la necesidad de actuar con celeridad. Había un montón de la leña junto a la chimenea, pero no era el momento de usarla. Aún no.

Sir Daniel avanzó unos pasos en el interior, y se encaminó a la pared del fondo, observándola con la familiaridad de quien lo ha hecho demasiadas veces a lo largo de su vida. No miraba toda la pared, sino el centro de la misma. Sin duda había llegado el momento de actuar como mandaba la tradición familiar. Acarició con una de sus manos la superficie de aquello que miraba, y sintió un frío casi glacial.

Todo el poder que la familia Childners había tenido en los últimos 400 años, se lo debía a lo que había en aquella habitación. Y es por eso que no se podía descuidar la fuente de su fortaleza en la sociedad. En esos cuatro siglos, la familia había salido victoriosa en varias guerras nacionales, se había librado de sufrir pérdidas humanas en épocas de grandes epidemias, así como de caer en bancarrota cuando las demás grandes familias del país sí lo habían hecho.

Para todo el mundo era un misterio lo bien conservado que se mantenía el castillo familiar tras haber sido atacado en varias ocasiones. La sensación general era que no parecía afectarle el paso del tiempo. Y así era, todo formaba parte del pacto que el primer patriarca familiar había acometido tiempo atrás, sacando al apellido Childners del anonimato, y colocándolo entre los más importantes de la ciudad, y posteriormente del país.

Sir Daniel era el último miembro vivo de la familia. Tenía 40 años, y aunque ya había conocido a una mujer con la que tenía la intención de casarse y engendrar hijos, jamás le confesaría el ritual anual que debería hacer hasta el resto de su vida. Únicamente transferiría esa obligación a su descendencia, cuando ésta tuviera ya una edad adulta.

De hecho, y en la medida de lo posible, una vez que se casara y su esposa se trasladara a vivir al castillo, se encargaría de que nadie más salvo él y la persona escogida cada año, bajaran a aquella parte. En la vida hay cosas tan horribles, como la que existía en aquella estancia, que sería una crueldad inhumana compartirlas con más personas de las necesarias. Por eso Sir Daniel jamás había permitido que ninguna de las personas que estaban a su servicio accediesen a la parte inferior del castillo.

Tras echar una última mirada a la pared, salió de la habitación, cerrando la puerta con llave. Regresó a la planta superior, buscó a uno de sus criados que estuviera aún despierto, y le ordenó que le preparase un carruaje a la mayor brevedad. Después de negarse a que otra persona lo condujera, fue él mismo el que se puso a las riendas, haciendo galopar a los caballos. Tardó una hora en recorrer el camino que distanciaba el castillo de la ciudad.

Su objetivo era dirigirse a la zona donde las prostitutas ofrecían sus servicios, situada en uno de los barrios periféricos. Pero antes hizo una parada en su taberna favorita, ubicada en pleno corazón de la ciudad. Por muy obligado que se sintiera a cumplir su cometido, eso no impedía que se viese como un miserable cada vez que llevaba todo a cabo. De ahí la necesidad que venía arrastrando en los últimos años de beberse varias jarras de cerveza en la noche elegida para su actuación.

Cuando Sir Daniel consideró que estaba lo bastante embotado por el alcohol, pagó su cuenta, se marchó de la taberna, y tras subirse nuevamente al carruaje, se dirigió a la zona de las prostitutas. Dio varias vueltas una vez que llegó al lugar, ya que buscaba una prostituta que estuviera sola, y a cuyo alrededor apenas hubiera gente. El carruaje no llevaba el blasón familiar, pero aun así debía evitar llamar la atención, ya que Sir Daniel quería ser observado por el menor número de personas posibles.

Una vez que logró dar con una víctima perfecta, paró el carruaje, se bajó del mismo, y susurró algunas frases al oído de la mujer, que pareció sentirse tan sorprendida como eufórica por lo que le decía aquel misterioso caballero. Ella era rubia, poco agraciada, y estaba algo gordita, pero Sir Daniel no buscaba una gran belleza, eso poco importaba. Le dio una bolsa cargada de monedas, la ayudó a subir al carruaje, y se marcharon de la zona rumbo al castillo.

Ya estaba avanzada la madrugada cuando Sir Daniel condujo a la prostituta por el pasillo inferior del castillo. Una vez que abrió la puerta con la llave que colgaba de su cuello, ambos se introdujeron en el interior. Él colgó el farol en una de las paredes. Ella empezó a temblar por el frío que hacía, y Sir Daniel le dijo algo para animarla:

- Tranquila querida, pronto dejarás de tener frío, te lo aseguro.
- Eso espero caballero. Me ha pagado el sueldo de un año, e imagino que querrá yacer varias veces conmigo.
- Oh no, mi interés por usted no es sexual. Quiero que observe aquella pared- dijo mientras señalaba con un gesto el lugar al que se refería-. Lo único que quiero de usted, es que toque el cuadro que hay sobre ella, nada más.
- ¿Un cuadro? Apenas veo nada.
- Acérquese querida, obsérvelo bien.

La prostituta se acercó a la pared, sintió más frío que antes, y entonces lo vio. Era un cuadro oscuro. Demasiado oscuro. Parecía…desgastado, como si alguna vez hubiera estado lleno de color, pero el paso del tiempo le hubiese quitado vida y luminosidad. De hecho era imposible discernir qué imagen representaba.

- No se ve nada.
- Desde luego que no, pero eso tiene fácil solución.
- No le entiendo- dijo ella mientras se volvía hacia Sir Daniel, que metía un poco de leña en la chimenea-.
- Vuelva a observarlo.

Ella, obediente, se giró nuevamente para mirar el cuadro. Seguía sin ver nada, y tampoco pudo reaccionar ante el rápido movimiento de Sir Daniel, que sacó un cuchillo de una de sus botas, y tras practicar un rápido corte en una de las manos de la prostituta, le agarró la mano herida y la puso sobre el cuadro. Ella intentó resistirse, pero de pronto sintió algo y se quedó paralizada. Jamás había sentido tanto miedo en su vida como en aquel momento, en el que empezó a notar una gran succión en la herida de su mano.

La prostituta era incapaz de asimilar nada de lo que estaba sucediendo, y sólo pudo mirar a Sir Daniel con expresión de terror. Él dejó de agarrarla, y empezó a caminar hacia atrás, bajando la vista hacia el suelo. Ya sabía lo que venía a continuación, y no quería volver a ver un espectáculo que había presenciado demasiadas veces hasta la fecha.

La succión que el cuadro ejercía sobre la mano herida empezaba a ser descomunal. Fue inevitable y hasta lógico a juicio de Sir Daniel, que la prostituta empezara a gritar cuando su mano desapareció en el lienzo a consecuencia de la mayor succión. Y ella observó aterrorizada cómo el cuadro comenzaba a adquirir color. Parecía como si se estuviera alimentando de ella. La temperatura en la habitación estaba subiendo, y aparecieron unas primeras llamas en la chimenea que había allí, lo cual no inmutó lo más mínimo a Sir Daniel, que seguía mirando el suelo.

Antes de que el brazo de la prostituta desapareciera y ella se quedara pegada al cuadro, tuvo tiempo de articular una última frase…

- ¿Qué demonios?

Sir Daniel iba a contestarle, ya que consideraba un acto de piedad desvelarle lo que estaba pasando, pero no tenía sentido, todo iba a acabar en cuestión de segundos. La chimenea ya albergaba una lumbre de tamaño considerable, y el calor allí empezaba a ser sofocante. Para cuando se atrevió a alzar la vista, la mitad del torso de la mujer estaba pegado al lienzo, que ahora mostraba una colorida imagen. La escena era dantesca, ya que media cabeza había sido absorbida por el cuadro, y la otra mitad estaba aún en la habitación. Las extremidades que aún seguían allí se movían con frenesí y de manera descontrolada.

Algunos segundos después, el espectáculo había terminado. No quedaba rastro alguno de la mujer, que había sido absorbida completamente. La chimenea ardía con fuerza, y el cuadro había vuelto a recuperar su esencia, color, y vida. Sir Daniel lo observó hipnotizado, como le pasaba siempre que ocurría aquel fenómeno. Siempre sentía fascinación por la imagen que había allí plasmada, una representación del infierno llena de fuego, demonios, sangre y personas humanas siendo torturadas. Y como había hecho en cada una de las anteriores ocasiones en años pasados, contó las personas que había allí siendo torturadas. Había una más que el año pasado. El ritual se había completado.

Tras marcharse de la habitación y cerrar la puerta con llave, emprendió el camino de regreso a sus aposentos, recordándose las razones por las que continuaba con la tradición familiar. Cuatrocientos años después, él seguía cumpliendo con el pacto que el primer patriarca Childners había realizado con el demonio, comprometiéndose a entregar cada año una nueva alma a cambio de poder, riqueza y el mantenimiento de la estirpe. Y le gustara o no, el precio que debía pagar para que su linaje siguiera existiendo en el tiempo implicaba una muerte al año.

Sir Daniel se tumbó en su cama, y volvió a sentir la certeza de que a su muerte, acabaría en el infierno por lo que estaba haciendo en vida. Pero el poder requiere sacrificios, y la familia Childners siempre había pagado su tributo. Era un sacrificio nimio para un incalculable beneficio. Y así se lo inculcaría Sir Daniel a su descendencia una vez que fuera necesario. Era el precio de un legado.


Nota adicional: Si queréis leer sobre el nacimiento y el ascenso de la familia Childners, así como sobre el pacto que el primer patriarca hizo con un demonio, clickad aquí.

7 de septiembre de 2016

Una ardua tarea por delante

Nota introductoria: Aunque este texto puede leerse de manera independiente, la anterior aparición de Windor, en la que cuento su contratación como consejero real del rey Berinio de Trascania, y su intento de adecentar sus aposentos, tuvo lugar en el relato "Las primeras horas en el castillo de Trascania" (para leerlo, clickad en el título). 

Este texto que podéis leer a continuación, retoma la historia de Windor desde que termina de arreglar su habitación, hasta que explora un poco el castillo, llegando hasta la biblioteca.

Una ardua tarea por delante

Tras terminar de limpiar sus nuevos aposentos y adecentarlos un poco, Windor necesitaba que le suministraran todas las cosas que había anotado en el pergamino, y que harían que pudiera vivir medianamente en condiciones en aquel lugar. A fin de cuentas, tenía la sensación de que le habían dado la habitación más destartalada del castillo. Y la más lejana de todo y todos.

La perspectiva de tener que volver a bajar las interminables escaleras para acceder al resto del castillo, provocó una sensación de infinito cansancio en el mago y nuevo consejero real. La idea de volver a usar la varita para facilitar la bajada era tentadora, pero Windor recordó el fracaso anterior, y no quería bajar rodando en una burbuja de plástico como el ayudante de cámara.

Había una opción que no implicaba magia ni esfuerzo físico, pero era tan arriesgada para la salud como beberse una botella llena de cicuta. Y eso sin olvidar la cada vez más peligrosa relación entre Windor y los accidentes, que a menudo coqueteaban con el desastre más absoluto. Pero como ya se ha dicho en alguna ocasión, Windor podía ser muchas cosas, pero no un cobarde que rehuyera un desafío, por estúpido que fuera. ¿Qué podía ocurrir, que el vendedor de ataúdes apostado en la entrada del castillo tuviera un nuevo cliente?

Entonces Windor regresó a su habitación, rompió las dos patas que quedaban intactas de las estructura de su cama, y la arrastró junto con el colchón de paja que había encima. Al menos la estructura tenía un cabecero que parecía resistente, eso serviría para agarrarse.

Tiempo atrás, en su infancia, Windor había tenido el placer de montar en trineo con su padre. Había sido una experiencia inolvidable, a pesar de que Windor cometió el error de ponerse en pie en medio de una pronunciada bajada, y salió catapultado como si fuera un cohete humano. El golpe que se dio al impactar en la nieve fue considerable, pero ahí estaba él, con la nariz rota y algunas heridas en la cara, y sonriendo porque había volado. Así era Windor.

Y ahora, por segunda vez en su vida, iba a montar en trineo, pero dos cosas lo hacían diferente de la anterior ocasión: ni estaba su padre, ni la pista estaba llena de nieve. Una persona en sus cabales habría optado por bajar caminando cada peldaño de la torre. Pero Windor puso la estructura de madera al borde del primer peldaño, se envolvió como pudo con el colchón de paja, sacando los brazos por encima de la cabeza, y una vez tumbado en su improvisado trineo, empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás.

La imagen era tremendamente cómica, al menos desde una perspectiva morbosa, ya que Windor tenía todas las papeletas para no terminar el trayecto de una pieza. Además, en una vista aérea, el mago parecía un cigarrillo gigante con vida propia y convulsiones. Un último balanceo provocó que el trineo-cama empezara el descenso, y por segunda vez en aquel día, otro par de pulmones inundaron el interior de la torre de gritos desesperados.

Peldaño tras peldaño, el trineo-cama fue cobrando más y más velocidad, provocando que Windor se aferrara con fuerza al cabecero. A medida que seguía el descenso, el colchón que le servía de improvisada protección empezaba a abrirse. Por si eso no fuera poco, los problemas se multiplicaron cuando el cabecero empezó a despegarse. Windor tenía la sensación de que iba a terminar volando por segunda vez en su vida.

Hacia la mitad del descenso, el cabecero se despegó del todo, y Windor, tras aferrarse como pudo al borde del trineo-cama, cambió su grito anterior de pánico para emitir el de auxilio universal:

- ¡¡¡¡Mamáaaaaaaaaaaa!!!!

Claro que eso no sirvió de nada. El colchón seguía abriéndose. La vida era un mundo difícil.
Algunos minutos después, y cuando quedaba muy poco para terminar, Windor empezó a pensar en el modo de frenar. Si pudiera meter uno de sus brazos dentro del colchón, coger su varita y hacer magia, quizás podría hacer algo que le salvara…

Pero no llegó a necesitar su varita. Era curioso cómo funcionaban las cosas relacionadas con la magia. A pocos metros del último peldaño de la torre, se encontraba la burbuja de plástico que Windor había hecho aparecer de la nada horas antes. Seguía inflada, y el ayudante de cámara estaba inconsciente dentro de la misma. Pero pronto despertó de su letargo, en especial cuando el trineo-cama se empotró contra la burbuja, y Windor quedó pegado a la misma, asemejándose a un plátano a medio pelar debido al modo en que quedó abierto el colchón.

Está de más decir que el ayudante de cámara ya no le debía una, sino dos jugarretas a Windor, aunque eso era pecata minuta si tenemos en cuenta que el consejero se libró de un mal mucho mayor. Tras echarle una mano al ayudante para salir de la burbuja, Windor se disculpó unas cuantas veces, y se alejó en la dirección opuesta.

Después de perderse varias veces en el interior del castillo, encontró el taller de carpintería, y una vez que se presentó con su nuevo cargo, le dejó al carpintero jefe el pergamino con las cosas que le hacían falta para su habitación, indicando la urgencia del pedido, así como añadiendo a la lista una nueva cama.

Tras la visita al taller de carpintería, sopesó ir a la cocina a picar algo, pero su viaje en trineo le había quitado el apetito. Y se decidió por buscar la biblioteca, la cual encontró después de volver a perderse unas cuantas veces más por el camino. Una vez que se adentró en el interior, supo que su habitación ya no era el primero, sino el segundo lugar más destartalado del castillo.

Se trataba de un espacio de gran tamaño, dividido en tres plantas, pero todo estaba lleno de telarañas, estanterías combadas por el peso de algunos libros, y papeles repartidos por el suelo, tapándolo casi en su totalidad. Resultaba cómico que Letrinus, el asesor laboral, pretendiera cobrarle por usar aquel lugar. A juzgar por la capa de polvo que Windor observó, en lo que tiempo atrás debió ser el escritorio de la persona bibliotecaria, hacía años que aquel lugar no se usaba. Demasiados años. Siglos quizás.

De hecho había cuatro pesados libros encima del escritorio, y resultó que el primero del montón era una capa de polvo con mucha personalidad y que parecía un señor libro. Tras echar a un lado el libro de polvo, Windor cogió el siguiente de la pila, y observó la portada. Se titulaba “Relatos de Amantiar”, y en ella figuraban en relieve los rostros de tres personas. Como resultado de abrirlo y leer algunas páginas, se sintió hambriento de aventuras. Un rato después, Windor lo dejó al otro lado del escritorio para seguir curioseando.

El tercer libro de la pila se titulaba “El arte de torturar con los pies fríos en la espalda”. Windor sintió un cosquilleo aterrador en su espalda, se dio la vuelta con rapidez, y al no ver nada sospechoso a su alrededor, dejó el libro junto al anterior. El último de la pila tenía un nombre curioso, “Relatos humorísticos del reino de Pampirolandia”. A Windor le fue inevitable reír a carcajadas cuando leyó algunas páginas.

Una vez que terminó de leer, se dio un paseo por toda la biblioteca. Al menos las escaleras que daban acceso a las plantas superiores estaban intactas, eso era tranquilizador. Y seguramente también era sintomático del poco uso que habían tenido hasta la fecha. De hecho Windor observó con curiosa fascinación que la sección de “Leyes de Trascania”, era la que más polvo acumulaba con diferencia. Y de cerca le seguía la sección “Derechos laborales en Trascania”. Qué zorro estaba hecho el amigo Letrinus, pues era posible que jamás hubiese leído aquellos libros.

Windor supo que había mucho trabajo por hacer en la biblioteca, pero vio muchas posibilidades a aquel lugar, que tenía numerosos volúmenes interesantes de lectura. Hablaría con el rey Berinio sobre la necesidad de contratar a una persona para trabajar allí, y le haría algunas nuevas peticiones al carpintero jefe.

Lo que el mago no sabía, es que había muchos pasadizos secretos en el castillo, y uno de ellos estaba ubicado en la biblioteca. Y como no podía ser menos, Letrinus había estado espiando a su nuevo rival durante un largo rato. El nuevo consejero real era demasiado curioso, y parecía más inteligente de lo que debería. Poco importaba que fuera mago si iba a suponer un incordio constante. 

Letrinus consideraba que todo hombre culto era una amenaza a sus intereses. Por eso, y recordando aún la humillación a la que Windor le sometió cuando alteró casi por completo su contrato laboral estrella (basura), juró hacer lo que estuviera en su mano para echar a aquel tipo del castillo. Ya encontraría la forma de humillarlo y provocar su despido o su dimisión. Todo era cuestión de paciencia y constancia. 

Continuará...